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miércoles, 7 de marzo de 2012

Ernesto. Amor subterráneo



Leía totalmente absorto su libro, mientras el subterráneo lo llevaba a la Plaza de mayo. Para él era la mejor forma de obviar la gente a su alrededor.
Por alguna circunstancia que jamás pudo entender elevó su mirada sobre el libro y en medio de la gente, que cada vez era más numerosa, vio una mujer con ojos tan grandes y profundos como la Plaza de mayo; unos labios gruesos que no sabe por qué le recordaban a la Plaza Dorrego; una nariz que el obelisco podía envidiar y una cintura descuidada que dibujaba la geografía de la provincia de Buenos Aires, que no conocía.
Ante semejante belleza no pudo volver a la lectura de su libro, sino dedicó el tiempo mientras la observaba para amar su locura…, sí, su locura.
Ella ensimismada en su aparato plástico de comunicación, danzaba sus dedos sobre el teclado con un ritmo de música y magia. No separaba la mirada de este aparato que para él era algo ajeno, aunque no extraño.
En la lejanía de su provincia, en el interior de la Argentina, nunca deseo tener un teléfono celular. Sin embargo, sorprendido miraba como ella no despegaba la mirada en dicho aparato. Parecía que mirara un oráculo que le estuviera diciendo la verdad discreta y pasionalmente. Además, llevaba puestos del mismo unos auriculares que él imaginaba podían dar el compás de sus dedos pulgares danzantes.
El viaje era largo, pero para él era corto porque pensaba y deseaba una única y mágica ocasión para acercarse a ella e iniciar una conversación. Asombrosamente aunque el subterráneo estaba cada vez más lleno de gente, ella no desaparecía de sus ojos, al contrario, un aura alrededor de su cuerpo parecía dibujarse con los cuerpos ajenos rodeándola, colgados de la formación.
Cuando el subterráneo ya se acercaba a la combinación 9 de julio, por su cabeza habían pasado mil y una estrategias para poder hablar con ella, pero el carácter absorto de aquella chica sobre su teléfono le impedía pensar en que cualquiera de sus opciones podrían dar resultado. Esto lo lastimaba porque en esta “ciudad de la furia” lograr crear un vínculo directo, físico, real, parecía desvanecer cada vez que tomaba el subterráneo en la mañana hacia la Plaza de mayo. Sin embargo algo lo alentaba y era que pasaban las estaciones y ella no daba señales de prepararse a descender de la formación. Lo alentaba pensar que podría bajar con él en la Plaza de mayo. Pero esto no le garantizaba una conversación y comunión con ella, lo que nuevamente lo hacía bajar su mirada…, pero no para continuar leyendo el libro, sino leerse a sí mismo.
Llegando ya a la última estación y viendo que ella seguía absorta en su aparato telefónico decidió instantáneamente y sin pensarlo, acercarse a la puerta por donde ella con seguridad saldría. Se acercó a menos de un metro.
Ella, ensimismada y sorprendida por quizá la rapidez de haber llegado a su destino, brinca como un resorte de su silla y sale de una manera fugaz y sorprendente de la formación subterránea. Desconsolado él por la sorpresa de la acción, fugazmente vino a su mente la pérdida de la ocasión de poder hablar con la mujer más hermosa que había visto en su vida. Sin embargo, en un instante que él tampoco supo por qué, vio en el suelo de la estación su teléfono celular que de tanto mirar junto a su dueña lo había aprendido de memoria. En seguida supo que era la gran oportunidad de llegar a ella, entregárselo y con gratitud y dulzura empezar una hermosa relación; iniciar la vida con la mujer de su vida.
Como pudo entre la gente que ignoraba a la gente, se zambulló en el piso levantando el teléfono e inmediatamente siguiendo a lo lejos la figura de la chica que se desvanecía en la luz clara del final del túnel que llevaba a la superficie de la Plaza de mayo. Corrió sin correr, en lo que pudo entre el tumulto de gente que se dirigía hacia la superficie, al tiempo tratando de no perder la mirada de su figura. Su única oportunidad no se podía ir de sus manos.
En un momento que nunca se explicó la perdió de vista. La rapidez de la chica era alucinante y sin más remedio, dejó caer su cabeza al tiempo que miraba sus manos las cuales tenían el aparato telefónico. De pronto un escalofrío inimaginable pasó por su cuerpo. Cayó el teléfono plástico al piso y vio sus manos vacías. Giró su cabeza y dirigió sus ojos ya llorosos hacia la salida del subterráneo y recordó que en su sobresalto final dejó el libro que lo tenía absorto en algún lugar dentro del tren que lo había llevado allí; lo había perdido todo… Era El túnel de Ernesto Sábato; su primer amor.